Click aquí

25.09.2013 00:44

 

Como olvidar esas visitas que hacía en mi niñez a Acámbaro Guanajuato. Para empezar, nos teníamos que estar despiertos mis hermanos y yo, porque a las doce de la noche llegaba el tren proveniente de México, y que iba hasta Uruapán  Michoacán, pasando por Acámbaro, haciéndose cinco horas hasta este pueblecito, de donde era originario mi abuelo paterno.

Era toda una algarabía oír silbar al tren anunciando su llegada a la ciudad, y al detenerse, subirnos corriendo para agarrar el mejor lugar, aunque no nos dábamos cuenta, dentro de nuestra alegría, que por ser de noche, no íbamos a ver el paisaje, pero se trataba de ganarle al otro.

En el trayecto, pasando la estación de Atlacomulco, se subían “marchantas” con pan, café o atole, ofreciendo sus productos a los desvelados pasajeros del tren, y quienes tenían como tiempo para comer, el trayecto de Atlacomulco al Oro.

Yo en lo particular veía a los famosos “garroteros”, que en ese tiempo, iban vestidos de uniforme, y de vez en vez, pasaban solicitando los boletos, a los cuales los perforaban para saber que esa persona había pagado correctamente. Después de cinco horas, llegábamos a Acámbaro, antes de la estación, veíamos el cuartel del ejército, que se encontraba ala entrada del pueblo. Al llegar, bajábamos y por un camino que mi padre tomaba, llegábamos caminando a la casa de mi abuelo, que estaba a una distancia de aproximadamente un kilometro, pero para nosotros eran solo cien metros, debido a la alegría.

Al llegar, ya nos esperaban mi abuelo y su esposa Chelo, quienes de inmediato, nos invitaban a ir al mercado del pueblo para comprar el desayuno. Comprábamos leche, de esa que hacía una nata muy gruesa, huevo, o cualquier alimento que fuéramos a almorzar. No podían faltar las famosas gelatinas con rompope,  que no se si era por mi niñez, pero tenían un sabor tan rico, que aún las añoro.

Al llegar a la casa, ya con luz de día, mis hermanos y yo, nos íbamos a la parte trasera de la casa, que era bastante grande, donde mi abuelo tenía planta de higos, plátanos, acelgas, rábano, y bastantes árboles. Nos gustaba estar sacando agua del pozo, que se encontraba en medio del terreno, y al asomarnos, nos imaginábamos que íbamos a ver a alguien ahí dentro.

Al fondo se encontraba el baño, que era una letrina cubierta de carrizos, donde el las paredes y techos, sin pudor alguno, las lagartijas se movían de un lado a otro, siempre con el miedo de nosotros, que pensábamos que al usar el baño, se nos podrían meter hasta el alma.

Recuerdo que la casa estaba en construcción, por eso su falta de un baño formal, pero aún así y salvo este pequeño detalle, nos la pasábamos súper.

Las tardes eran de nosotros, mi abuelo y Chelo, se desvivían por que nos sintiéramos bien, nos llevaban al centro a comprar helados. Muchas veces, mi hermana y yo, nos quedábamos hasta quince días con mi abuelo, en nuestras vacaciones, donde hacíamos travesuras con el consabido regaño de mi abuelo.

Por las noches, salíamos a la calle, a jugar con los niños vecinos, y nos gustaba meter en frascos a las luciérnagas, y en el día, agarrar “mayates", que eran unos escarabajos voladores, pero que tenían colores metálicos en azul y verde.

Alguna vez, estando en Toluca, llegué a mi casa después de jugar y un amigo me dijo que mis papás estaban tristes porque a mi abuelo lo habían atropellado. Todo era silencio, no había respuestas. Solo recuerdo que mi padre alquiló un taxi (no quiso manejar su vehículo por la situación) y nos fuimos a Acámbaro… ahí medio comentaron que mi abuelo estaba grave… yo iba pidiéndole a Dios que me dejara verlo vivo y despedirme de él. El camino fue muy tenso, todos callados, de vez en vez algún comentario… y yo siempre pidiendo que mi abuelito estuviera vivo… llegamos y justo antes de bajarnos del taxi, llegó la carroza con mi abuelo dentro… las lagrimas me escurrieron por las mejillas… el abuelo había muerto…